Tratado del Ruido
© Francisco Gabilondo Soler " Cri-Crí el Grillito Cantor"


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A Cri-Crí le costó mucho tiempo reponerse de la temporada ruidosa que debió soportar.   Las campanadas, cacerolazos, risotadas, gritos y demás baraúnda hicieron estragos en sus oídos.   Porque así como las manos delicadas, sometidas a una labor ruda, se ajan y pierden tersura, después del estrépito incesante, los tímpanos de Cri-Crí quedaron llenos de ampollas.   Buscando alivio discurrió taparse las orejas con manteca.
  Esa mantequilla de la leche contiene una vitamina excelente para combatir los orzuelos, y quizá pudiera curar también tímpanos lastimados.   Con grasa embutida en las orejas, Cri-Crí quedó casi sordo.

    Un músico que no oye se vuelve tímido y medroso.
  Si en aquella época se le hubiera exigido algún acto de valor, Cri-Crí habría fracasado.   Aunque sordo temporal, le faltaba algo.   Con el organismo incompleto, resulta difícil ser héroe.   Los héroes casi siempre han sido muy sanotes.   Basta leer la historia de la navegación repleta con hechos asombrosos de los marinos.   Como la brisa del mar abre el apetito, los marinos comen mucho ¡y así están de bárbaros! Con facilidad acomenten empresas que aterrorizarían a cualquier empleado de una zapatería.

    Aún está reciente el caso de un hundimiento en el Pacífico en el cual se distinguió un robusto marinero al salvar, él solo, a diez náufragos y una náufraga.   Por cierto que esta última, habiendo soltado su lápiz de labios (de un tono que no se consigue en las islas), rogó al bravo que volviese a entrar de cabeza al mar en busca del perfumado lápiz hundido.   El galante marinero no se lo hizo del repetir: se zambulló audazmente, pero, como en el océano Pacífico la profundidad es tremenda, el buzo temerario aún no ha tenido tiempo de retornar a la superficie.

    Los militares también cuentan con proezas insólitas.   En las guerras del imperio (causadas por la forma en que un caricaturista dibujó al emperador con casco de dormir), en una de tantas batallas, un oficial fue hecho prisionero.   El general imperial quiso obligarlo a confesar si en la trinchera enemiga habían mil hombres o sólo 999.   El oficial capturado se mordió los labios y fue imposible sacarle palabra.   Enfurecido ante ese mutismo heroico, el genrral (que era admirador de Roberspierre), mandó cortarle la cabeza.   Pero, asombrado de tanto valor, se la hizo colocar en seguida (hay cementos químicos que lo pegan todo); mas, en la precipitación de volver a colocarle la cabeza, se la pusieron al revés.
  El pegamento era tan bueno que fue en vano tratar de girársela a su debida posición; tantos tirones le propinaron que el hombre estubo a punto de ser estrangulado después de decapitado.   Como era de justicia, el valiente oficial fue puesto en libertad pero como ahora miraba hacia atrás, ante la estupefacción del ejercito retorno a su campamento marchando de espaldas.
    También hay heroicidades desconocidas.   ¿Quién dejaría de admirar la batalla cruenta e incesante de doña Patita?   Si, doña Patita, señora muy de su nido y madre amorosa de un montón de emplumados hijos.


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