A Cri-Crí le costó mucho tiempo reponerse de la temporada ruidosa que debió soportar. Las campanadas, cacerolazos, risotadas, gritos y demás baraúnda hicieron estragos en sus oídos. Porque así como las manos delicadas, sometidas a una labor ruda, se ajan y pierden tersura, después del estrépito incesante, los tímpanos de Cri-Crí quedaron llenos de ampollas. Buscando alivio discurrió taparse las orejas con manteca.
Un músico que no oye se vuelve tímido y medroso. Aún está reciente el caso de un hundimiento en el Pacífico en el cual se distinguió un robusto marinero al salvar, él solo, a diez náufragos y una náufraga. Por cierto que esta última, habiendo soltado su lápiz de labios (de un tono que no se consigue en las islas), rogó al bravo que volviese a entrar de cabeza al mar en busca del perfumado lápiz hundido. El galante marinero no se lo hizo del repetir: se zambulló audazmente, pero, como en el océano Pacífico la profundidad es tremenda, el buzo temerario aún no ha tenido tiempo de retornar a la superficie.
Los militares también cuentan con proezas insólitas. En las guerras del imperio (causadas por la forma en que un caricaturista dibujó al emperador con casco de dormir), en una de tantas batallas, un oficial fue hecho prisionero. El general imperial quiso obligarlo a confesar si en la trinchera enemiga habían mil hombres o sólo 999. El oficial capturado se mordió los labios y fue imposible sacarle palabra. Enfurecido ante ese mutismo heroico, el genrral (que era admirador de Roberspierre), mandó cortarle la cabeza. Pero, asombrado de tanto valor, se la hizo colocar en seguida (hay cementos químicos que lo pegan todo); mas, en la precipitación de volver a colocarle la cabeza, se la pusieron al revés.
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