Aquella tarde, después de la hora de la comida, cuando el reloj había dado algunas campanadas, aunque no muchas, un gran grupo de nubes fue tapando el sol poco a poco; eran nubes grises como esos forros feos con los que nos ordenan cubrir las tapas coloridas de los libros escolares.
Va a llover aseguraron los menos observadores. Así fue. Un trueno sonoro anunció el comienzo de la función y una batuta de rayos se encargó de la obertura. La lluvia se dejó caer sobre techos y cementeras; Cri Crí llamó a los animalitos: Algunos conejos y varios perritos ingenuos miraron hacia lo alto para comprobar las palabras de Cri Crí. El aguacero arreciaba, los conejos sintieron fuertes piquetes en los ojos, los perrillos corrieron hacia el techo más cercano sacudiéndose su piel lanuda ¡Nuestros ojitos rojos se lastiman! Protestaron los conejos. Los perros, por decir algo, también ladraron con un gua gua bastante necio. Cri Crí, conservando aun la dignidad bajo el chubasco, fue incapaz de retener el interés de su auditorio sobre el volúmen de las gotas que caían y mientras se prefiera la comodidad a las observaciones, a todo trance la ciencia seguirá encarcelada en los libros caros. Por otra parte sin necesidad de literatura ni texto alguno todos están de acuerdo en que la lluvia es algo muy bueno. Sin humedad la vida es imposible. En aquellas regiones donde nunca llueve no hay plantas, ni árboles, ni fabricantes de capotes, impermeables y paraguas. A todo ésto seguía lloviendo. Cri Crí estaba empapado ante la estupefacción de varios mirones reumáticos que no podían comprender la alegría de andar pisando charcos.
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